lunes, 2 de mayo de 2011

Aventuras y desventuras de un calcetín desparejado

¿Cómo empiezan los cuentos? Ah, ya recuerdo, "había una vez". Bah, pero eso es en los cuentos corrientes, en los cuentos de príncipes y princesas, de sapos, grandes castillos y sirenas. Pero este no es un cuento corriente. Esta es la historia de un calcetín singular, muy distinto a todos los demás.
Quino fue un bonito calcetín en sus tiempos mozos. Un calcetín a rayas, soltario, aventurero, siempre dispuesto a ver mundo, un apasionado de la dinámica de fluidos y de la tarta de manzana. Pero no había sido siempre así. Como todos los calcetines, Quino tuvo un compañero. Nunca llegó a saber exactamente cómo y cuándo pasó, pero un día, tras haber estado faenando y su posterior centrifugado en la lavadora, Quino volvió solo al cajón, y nunca más se supo del pobre Jerónimo. Quino estuvo yendo a terapia mucho tiempo y pareció superarlo, pero nunca volvió a ser el mismo. Cultivó nuevas aficiones, como el descenso de cajón, y daba la impresión de ser el calcetín más feliz del mundo. No tenía que trabajar -no tenía pareja con la que ir al tajo-, era un lobo solitario, pero cada noche, en la esquina del cajón, rodeado de parejas calcetínicas, se sentía el calcetín más solo e inútil del mundo. Le gustaba la vida en solitario, pero echaba de menos salir a faenar con su compañero, aunque no se llevasen del todo bien a pesar de ser iguales. Bajo su apariencia férrea, algo empezó a crecer dentro de Quino. Era miedo. Tenía miedo a la siguiente tanda de lavadora, porque descubrirían que estaba solo y lo tirarían a la basura. Sólo había pasado una semana desde la desaparición de Jerónimo, claro que para los calcetines el tiempo pasa de manera distinta, y parecía una eternidad el tiempo que había estado solo, pero cada vez se le antojaba más cerca la hora de tener que afrontar su propia desaparición. Finalmente, esa lavadora llegó. Se sentía Cristo en su pasión mientras que avanzaba en el cesto con el resto de sus compañeros hacia la cocina. Cristo penitente, cargando con la cruz del olvido. Una vez dentro de la lavadora, todo daba vueltas -más de las que debieran, quiero decir-. Solía disfrutar los centrifugados, bailaba con las demás prendas. Ahora todo eran ráfagas de color, que por otra parte se le antojaban más bellas que nunca. ¿Por qué no pudo disfrutar antes de la vida? Todo llegaba a su fin, los buenos tiempos, los malos tiempos, los tiempos del todo o nada. Hubiese vomitado de tener estómago. A cambio, se desmayó.

Cuando se despertó pensó que ya estaría en algún cubo de basura, o de esos que van destinados a países subdesarrollados, pero se encontraba en la mesa, siguiendo el procedimiento habitual de emparejamiento de calcetines. Vio cómo poco a poco iban desapareciendo calcetines parejos de la mesa, hasta quedar él solo. No, solo no. Se incorporó un poco y vio a lo lejos un calcetín que parecía desparejado. Un calcetín a topos. Al menos no iré solo a África, pensó. Pero sucedió lo inesperado. Ambos calcetines fueron juntados por su dueño, o dueña, o mano divina como quisieron bautizarla nuestros amigos calcetosos. Un calcetín a rayas y otro a topos, eso jamás funcionará, decían las parejas más conservadoras y burguesas, como los pantys. Quino tampoco tenía mucha fe, pero Susana era distinta. Era vivaz, el calcetín más loco que jamás hayáis conocido. Dominaba el descenso de cajón como una profesional, y no le importó haber perdido recientemente a su compañero porque era "un soso que no sabía divertirse". Quino, que casi había perdido la fe, la recuperó de inmediato gracias a Susi. Empezaron a faenar juntos, y fueron los calcetines más desgastados de todo el mundo. Quino nunca se había sentido tan calcetín en toda su vida.
Mucho tiempo después, en una bolsa de plástico, Quino pensó que le gustaban mucho los topos. ¿Quién dijo que las rayas y los topos no podían funcionar? Le daba igual lo que los demás pensasen o hubiesen pensado. Pensó que Susi era mejor que los zapatos, las plantillas, la tierra, el suelo, la música. Mejor que el cine en blanco y negro, las películas de Roman Polanski, el bigote de Chaplin, las cámaras de 35mm, los poemas de Rimbaud. Mejor que la vida. Era su amiga, su compañera, su confidente. Un calcetín al que no se parecía nada. Y nunca volvió a extrañar a Jerónimo, aunque le hubiese gustado hablarle de ella y lo genial que era. Fueron arrojados a un contenedor, con destino a Níger, como último trayecto juntos. Y así, entrelazados, viajaron y fueron total y absolutamente desgastados, pero siempre juntos, las rayas y los topos. Quién lo iba a decir.



3 comentarios:

  1. Un cuento que me encanta (aunque haya descubierto ahora que los lunares son topos en la jerga de Julieta)

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  2. Topos, de toda la vida Falco. Yo siempre procuro darle uso a los calcetines desparejados. Además suelen ser los más bonitos. A lo Punky Bruster, yea!

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  3. Me gusta tu blog...
    Soy nueva y algo inexperta...
    Pero... tu blog es genial...
    Saludos... :)

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