Se marchó. Dejó el pintalabios abierto encima del lavabo, los platos sin fregar, y a un hombre desesperado llorando en un rincón. Esa noche dejó demasiadas cosas atrás, y nunca tuvo ningún remordimiento sobre ello. Aquel hombre gemía, se retorcía y temblaba. Balbuceaba palabras sin sentido, quizá su nombre o cualquier otro delirio. Sentía una gran presión en su pecho, y pensó en la suerte que tenían los condenados al paredón de fusilamiento. Sintió que todo el dolor del mundo se había evaporado y se había personificado en sí mismo, y en parte se sintió bien por haber liberado de tal carga a la raza humana. Agonizaba, esperando a que las Moiras le hubiesen elegido y Tánatos acudiera a su encuentro, mientras trataba de evocar el rostro de la mujer que acababa de abandonarle tan despiadadamente. Y no pudo. ¿Cómo podía sentir tanto dolor por su marcha, y sin embargo no poder recordar ni su aspecto? Ni siquiera fue capaz de adivinar su nombre. Todo se tornó negro, y pensó que al fin Tánatos había llegado para llevárselo. De repente despertó en su cama, empapado en sudor, agitado. Tocó el otro lado de la cama, esperando encontrar calor, pero sólo encontró frío. Una increíble sensación de abandono se apoderó de él, y entonces se dió cuenta de que en ese lado de la cama siempre hubo frío. Nunca hubo un pintalabios en su lavabo. Ni siquiera platos sucios, ya que era extremandamente pulcro con la limpieza y un plato nunca pasaba más de 2 minutos sin estar reluciente.
Cada noche el mismo sueño. Nunca tocó a una mujer, y sin embargo todas le abandonaban cada mañana. Y es que la peor de las soledades es la que uno mismo puede llegar a crearse. Porque no hay mayor anhelo que el de nunca haber anhelado. Porque no hay mayor tristeza que la de nunca haber tenido felicidad.
Oniria tiene un extraño sentido del humor.