Sookie creció con las amapolas. Cada mañana salía de su casita a pasear con ellas. Admiraba la danza uniforme que bailaban cuando el viento componía melodías para ellas. Procuraba moverse como ellas, bailar como ellas, ser como ellas. Pasaba horas con ellas, asegurando que eran sus mejores amigas. Le susurraban rumores que les soplaba el viento, malas noticias que les daba la lluvia. La sorprendían con historias divertidas que les contaba el sol, grandes desgracias que venían con el granizo. Le hablaban del amor que la nieve presenciaba, y la aleccionaban sobre él. Le hablaban de Monet. A la pobre Sookie le fascinaban las amapolas.
Las amapolas sabían más que nadie en el mundo, incluso más que la señorita Kunnings, decía Sookie. La señorita Kunnings no enseñaba esas cosas en el colegio. ¿Para qué quería ella saber multiplicar, o separar una frase en sujeto y predicado? La señorita Kunnings no hablaba del amor.
Un día las amapolas le hablaron a Sookie sobre el alma. Le dijeron que eso es lo que es alguien, o algo. Que todo tiene alma. Incluso las amapolas. Afirmaban que el alma se dividía en dos antes de nacer, y cada parte del alma iba a una persona distinta. Que había alguien en cualquier parte del mundo con la otra mitad, y que algo llamado destino las hacía volver juntas en algún momento de su vida.
A Sookie le encantaba imaginar su encuentro con su otra mitad de alma. Pensaba en cruces de miradas furtivas en una calle, un encuentro casual, paseos bajo la luna, una cena a la luz de las velas, una noche en el cine al aire libre. Pensaba en gente importante, en abogados, banqueros, empresarios, pero Sookie prefería un artista. Pensó en 3 niñas rubias y en una carrera prometedora. Pero no tenía prisa.
Sookie se despertó a las 7 de la mañana, como de costumbre. Se puso las zapatillas de andar por casa y bajó a desayunar, como de costumbre. Puso la radio, en esa emisora en la que las canciones suenan a melancolía, como de costumbre. No le gustaba el silencio si no era acompañado del rumor del viento. Esa mañana decidió salir al porche a tomar su vaso de leche y sus pastillas. Observó el campo de amapolas que rodeaba la casa. Recordó sus charlas con ellas cuando era una niña, cuando se tumbaba con ellas a hablar sobre las cosas. Pensó en que eran las mejores amigas del mundo. Y ahora, con 76 años, seguían siéndolo. Pensó el todo el tiempo que había pasado desde entonces, y ni siquiera se había dado cuenta. Pensó en todas las cosas que no había hecho, en el encuentro que no tuvo, en el marido que no había tenido, en los hijos que nunca tuvo, la carrera que nunca estudió, las películas que no había visto, los libros que no había leído, los cuadros que no había pintado. Y de repente le inundó una tristeza enorme. Decidió tumbarse junto a las amapolas una última vez, cerró los ojos y tomó aliento. Pensó en ese sentimiento que le había acompañado toda su vida pero no había sido capaz de identificar hasta ese momento, el sentimiento de que su alma estaba desparejada. Se sentió como un calcetín que ha perdido a su igual, un zapato que alguien ha olvidado, un pendiente que se resbala de una oreja sin que nadie se de cuenta. Se sintió naufragar, sin que nadie fuese a rescatarla. Sookie inspiró más fuerte, y notó cómo dejaba de sentir su cuerpo. Al principio no quiso abrir los ojos por miedo, y luego cuando quiso se dio cuenta de que no los tenía. Pero no los necesitaba. Notó que era cada vez más liviana, hasta ser como una pluma, o el pétalo de una amapola. Bailó una vez más con el viento, ascendiendo cada vez más. Sintió paz. Se sintió como aquellas tardes de verano que pasaba con las amapolas, se sintió niña de nuevo, y tal feliz como era por entonces. Sookie se perdonó por no haber sido lo que planeaba ser.
Sookie creció con las amapolas, y no quería morir en otro lado que no fuese con ellas.